El guardián eterno del fútbol ibicenco

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1980
Cristian Cruz (i) y Francisco Torres.

Hay quienes hacen carrera en el fútbol. Y hay quienes hacen vida. Francisco Torres pertenece a esa segunda estirpe, la más escasa y valiosa: la de los que se quedan cuando todos se van, la de los que entienden este juego no como una profesión, sino como una forma de estar en el mundo.

Su llegada al cuerpo técnico de la UD Ibiza es apenas una línea más en su hoja de ruta. Pero para quienes conocen su historia, no es un simple movimiento entre banquillos: es el reconocimiento implícito a una trayectoria tejida con humildad, coherencia y lealtad inquebrantable a una isla y a una manera de sentir el fútbol.

Torres fue portero. Uno de los de antes, de los que se curtieron en campos de tierra y vestuarios sin lujos, donde el ascenso no era una obsesión sino una recompensa improbable. En la Peña Deportiva lo dio todo. Desde las categorías inferiores hasta aquel inolvidable playoff de ascenso a Segunda A, cuando el corazón de Santa Eulària latió más fuerte que nunca. Luego, en el Portmany, cerró el ciclo con la misma naturalidad con la que se lanza a los pies de un delantero. Sin estridencias. Sin reclamar nada.

Pero nunca se fue. Porque hay jugadores que se retiran del césped, y otros que se quedan para siempre entre las líneas del campo. Torres eligió seguir desde el otro lado: preparando porteros, cuidando a los suyos, enseñando sin imponer, hablando poco y sumando mucho. Lo hizo en la Peña, lo hizo en la SD Ibiza, lo hace ahora en la UD Ibiza. Porque cuando alguien lleva tanto tiempo entregando sin pedir nada, el fútbol —de vez en cuando— le devuelve el gesto.

Y si su figura emociona, no es por los títulos ni por los titulares. Es por lo que representa. Por las horas de trabajo invisible. Por los consejos dados a solas. Por ese modo suyo de estar siempre donde se le necesita, aunque nadie lo diga en voz alta.

Ahora, en este nuevo proyecto celeste, compartirá camino con otro de esos imprescindibles: Sergio Cirio. Juntos, desde roles distintos, construyen ese tejido emocional que une al vestuario cuando llegan las dudas. Cirio, con la sonrisa siempre puesta, con su pasado glorioso y su presente generoso. Torres, con la templanza del que ha aprendido que el fútbol se gana en los detalles que no salen en cámara.

Ellos no saldrán en las portadas. Pero estarán ahí cuando el equipo sufra, cuando el portero dude, cuando el grupo necesite refugio. Son los guardianes del alma del club. Y por eso, este paso adelante de Torres no es un fichaje. Es un acto de justicia.

Lo que no puede contarse en cifras es lo que Torres ha dejado en cada entrenamiento, en cada charla de pasillo, en cada joven portero que lo ha mirado con ojos de aprendiz.

Francisco Torres no necesitó gritar para hacerse escuchar. No necesitó jugar en grandes estadios para ser eterno. Hoy sigue ahí, con la misma pasión intacta, con la mirada limpia y los guantes colgados… pero el corazón todavía bajo palos.

Y eso, para quienes entienden de verdad este juego, vale más que cualquier medalla.

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