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Pablo Sierra del Sol Trece años y siete temporadas en Segunda B después del ascenso con Moncho, el campo de la calle Canarias es demolido. En el solar, que ya no son las afueras sino el centro de la ciudad, se construye un parque y se levantan algunas edificios. Mientras se derrumba el campo, Alejo evita pasar por allí. Años después, cuando ya esté jubilado, seguirá evitando las calles que conducen al antiguo terreno de juego. Su hijo cuenta que, en cambio, la época inmediatamente anterior al derrumbe fue la mejor a nivel económico para la familia. Cuando al Ibiza empezó a atragantársele el balance de cuentas, aterrizó en Sa Deportiva un francés de apellido italiano llamado Calixto Bragantini. Era un magnate en una época, finales de los ochenta, donde los clubes del fútbol español, acuciados por las deudas, empezaron a prepararse para convertirse en sociedades anónimas. El Ibiza estaba a caballo entre la orilla del profesionalismo y la de las competiciones amateurs, y, con la esperanza de volver a Segunda B, se echó en los brazos de Bragantini, que había hecho fortuna produciendo cine porno. “Una de las primeras cosas que hizo Bragantini cuando empezó a poner dinero en el Ibiza fue llamar uno a uno a los empleados y subirles los sueldos. ¿Cuánto cobras, Alejo? Cincuenta mil pesetas, señor. Pues ahora ganarás cien mil, que era un sueldazo en ese momento”, dice Alejo, el hijo.

El patriarca, que ya está cerca de cumplir sesenta, invierte el aumento y parte de los ahorros en comprar un piso en el barrio de Cas Serres. Los Rodríguez abandonan Sa Penya –pero dejan su casa en alquiler y, así, cuenta Alejo, el hijo, la siguen manteniendo– y cambian la periferia de la parte vieja por el extrarradio de la zona nueva de la ciudad. El jardinero, que comienza a tener achaques, se centra en el Ibiza después de pasarse casi una década consiguiendo lo imposible: ser una especie de puente entre los dos clubes que peor se llevan en toda la isla: Sa Deportiva y, su máximo rival, el Hospitalet-Isla Blanca, el equipo originado en Dalt Vila que juega sus partidos en un campo situado cerca de la playa de ses Salines y que, durante unas cuantas temporadas, consigue tutearle al vecino rico en la Tercera balear. Juan Mesa, Labi, que fue futbolista del Hospitalet durante aquellos años cuenta que Alejo, al encargarse del mantenimiento en el campo de Isla Blanca, decidió regar un poco más de la cuenta: “El cabrón nos decía que nosotros éramos un equipo tan duro y físico que, o nos llenaba de barro el césped, o no sabíamos jugar a fútbol. Alejo era un tío directo que no se mordía la lengua con nadie. Honesto a más no poder y muy comprometido. Si no es imposible de explicar que los futbolistas del Hospitalet le tuviéramos tanto respeto cuando él era una institución en el Ibiza, con el que teníamos un pique tremendo”.

La particular manera de entender la diplomacia de Alejo la sufrió más de un presidente al que el jardinero le recordó en público que pagara los sueldos atrasados, dice su hijo mientras avanza la charla en Cas Serres. Los ochenta no fueron fáciles para Sa Deportiva. Competir en Segunda B cada vez resultaba menos viable y el club se fue endeudando. Las permanencias se conseguían de forma más ajustada. La campaña 83/84 llegó el primer descenso a Tercera. Antes, la plantilla se encerró en el vestuario en señal de protesta por los impagos que sufrían. Fue el principio del fin de los años dorados de la Sociedad Deportiva Ibiza, que militó durante cinco duras temporadas en Tercera. El ascenso de 1989 por la renuncia del Cala Millor (con el recordado Navarro en la portería ibicenca) fue un espejismo porque se descendió al curso siguiente. Entre tanto, asomaron los noventa, la situación económica empeoró todavía más y de los días de sueños y gloria quedaba poco más que el jardinero del club, que seguía trabajando sin descanso. Fue entonces cuando llegó el torrente de ilusión que anunciaron Calixto Bragantini y sus millones de pesetas. Pero como les pasa a todos los torrentes, el caudal fue tan intenso como poco duradero.

La 90/91 es la última temporada que se juega en la calle Canarias. Se tira la casa por la ventana contratando a jugadores de relumbrón (Albelda, Pancorbo, Ormaechea…) y a un entrenador de campanillas, Julián Rubio, pero la fórmula no da el resultado deseado. El Ibiza se estrella en el playoff de ascenso mientras se despide de la que fue su casa durante casi cuarenta años. Alejo ve desde la banda cómo se termina el fútbol que él entiende, el que no conoce la tele de cable ni muchos menos internet, el que empuja, por falta de posibilidades, al aficionado a ver mucho juego en directo y a hacerse hincha del equipo que les queda más cerca. El fútbol en el que el Ibiza tenía peñas fuera de la ciudad, grupos de aficionados que bajaban de los pueblos para ver los partidos del domingo por la tarde cuando se jugaba como local o que comentaban el lunes alrededor del diario el resultado del equipo cuando aquella jornada había tocado saltar al campo del Alcoyano, el Hércules o el Girona. En menos de lo que canta un gallo, Alejo ve convertirse en cascotes el modesto estadio en el que ha hecho de todo a lo largo de tantos años.

La nueva guardia del Ibiza, Can Misses, quiere ser un campo digno del fútbol profesional, de esa Segunda A a la que Bragantini ha prometido llevar al club en el plazo de cinco años. Aunque la ciudad ha crecido mucho, el estadio, de propiedad municipal, está totalmente fuera del casco urbano. Se levanta una grada enorme (capacidad para 4.500 espectadores) para lo que estaban acostumbrados los aficionados ibicencos y se pasa del césped natural, caro de mantener y de firme irregular, a una superficie sintética. Alejo celebra desde la grada el tercer y último ascenso a Segunda B –con una goleada por 8-0 al Santomera en el nuevo Can Misses que todavía sigue dando de que hablar más de veinticinco años después– porque sabe que el fútbol moderno no tiene sitio para él. A punto de cumplir los sesenta, el jardinero ha colgado el rastrillo al principio de la temporada 91/92, la del cambio de estadio. Cinco años después de su marcha del Ibiza, el club de sus amores se refundará fusionándose con otros equipos de la ciudad para evitar su desaparición. Pero esa es otra historia que merece capítulo aparte y que Alejo nunca llegará a comprender del todo.

Alejo posa con un futbolista de la SD Ibiza en el desaparecido campo de la calle Canarias.
Alejo posa con un futbolista de la SD Ibiza en el desaparecido campo de la calle Canarias.

A Alejo, el hijo, le gusta contar que su padre echó una vez una pachanga con Paolo Rossi “poco después de que fuera el pichichi en el Mundial de España”. “En aquellos años”, dice el hijo del jardinero, “pasaban muchos equipos por la isla y ya venían varios de los futbolistas más famosos del mundo a pasar sus vacaciones por aquí. No era raro que se organizaran partidillos. Mi padre se solía meter a jugarlos”. En una de esas tardes de verano conoció a Ángel Nieto, entonces en la cima de su carrera como piloto de motociclismo. El piloto de Vallecas tenía un problema: le faltaban unas botas para poder echar el partidillo con los amigos y, entre los jugadores que tenía el Ibiza no había ninguno que calzara un número tan diminuto como Nieto. “Cómo se nota que para ser bueno con los motos hay que ser un canijo”, explica Alejo, mientras su padre sigue mudo pero sonriente. “Aquí al figura de mi padre no se le ocurrió otra cosa que decirle a todo un campeón del mundo como el que tenía delante: ‘No te preocupes, yo te consigo unas botas’. Cogió un modelo de niño y se lo dio a Nieto: eran las únicas zapatillas de la talla 35 que podía encontrar en el campo”.

Esa misma socarronería la utilizaba en el día a día para tratar con los futbolistas. Alejo no solamente se encargaba del material. Terminaba siendo una especie de psicólogo no titulado, igual que les ocurría –y les sigue ocurriendo– a muchos personajes anónimos de este deporte: utilleros, delegados, encargados de mantenimiento, responsables de material… Con los protagonistas que acaparan los focos del espectáculo, Alejo estableció vínculos fuertes. Solamente entonces, más de una hora después de haber empezado a hablar con su hijo, el padre abrirá la boca.

Papa, ¿cuál es el mejor futbolista que tu viste en el campo?

–Sevillano… Vega… Arabí… Pepillo…

José Gómez, Pepillo, fue un líbero insustituible en Sa Deportiva entre 1971 y 1985. Llegó jovencísimo al club y nunca quiso marcharse de la isla. Ni siquiera cuando el Castellón vino a tentarle, atraído por el buen rendimiento que el defensa estaba dando con la camiseta roja del Ibiza. Pepillo, que había venido de Sevilla, había abierto una carnicería que le permitió prosperar cuando se retiró del fútbol y se había casado con Lina Ribas, una ibicenca que se había criado muy cerca de la familia de Alejo. Pepa, la mujer del gitano, solía ir a comprar a la tienda que tenía la familia de Lina, donde se abastecían muchos habitantes del barrio de pescadores. “Los primeros recuerdos que tengo de Alejo son precisamente de sa Penya. Él aún no había venido al Ibiza, que tuvo otros encargados de mantenimiento como Marianet o Ramis antes de que llegara Alejo. Yo llevaba poco tiempo en la isla, pero subía a menudo a ver a Lina, que ya éramos novios. Ir por aquellas calles y no conocer a Alejo era imposible. Como casi todos los primeros gitanos que vinieron a Ibiza, él era un personaje que no paraba quieto ni un momento. Andaba haciendo cosas todo el tiempo y, aunque lleva años jubilado, sé bien que no sabe estarse quieto. Hasta hace poco no se bajaba de su moto. Sus hijos no le dejaban y le hacían todas las jugarretas posibles. Pero daba igual que le deshincharan las ruedas o le escondieran las llaves: Alejo se las terminaba apañando para arrancar la moto y buscarse sus historias”, dice Pepillo.

Curiosamente, Lina y él y los Alejo se vuelven a encontrar, esta vez, en Cas Serres, donde ella trabaja de enfermera y Antonia, una de las hijas del gitano, regenta un bar donde Pepillo desayuna muchos días y por el que pululan los diez hijos del antiguo jardinero. “Así me voy enterando de cómo está el Alejo. A veces, cuando baja de su casa, también me lo encuentro. Me alegra mucho verle porque ante todo siempre fue muy buena gente”, explica Pepillo. “Para mi padre, Pepillo, fue algo más que uno de los mejores futbolistas de aquel Ibiza mítico. Siempre le quiso mucho. Seguramente, al que más junto a Navarro, el portero”, precisa Alejo.

–¿Y de Navarro te acuerdas, papa?

Al escuchar el apellido del guardameta y ubicarlo en su memoria, a Alejo se le humedecen los ojos. La muerte de Navarro, cuando tenía apenas 38 años, fue un mazazo para quienes habían convivido con aquel chico que se ganó la titularidad con el Ibiza cuando era apenas un chaval y que después acarició el sueño de llegar a la élite al subir a Segunda con el Villarreal, un club en el que dejó huella y al que luego surtió de canteranos de la isla después de aparcar los guantes y ponerse a entrenar.

Uno de los compañeros de Navarro en el Ibiza que estuvo en Segunda B en la temporada 89/90 fue Feliciano Casanova, otro de los futbolistas favoritos de Alejo el viejo. En su casa, donde sigue viviendo desde que se quedó viudo, guarda una fotografía en la que el defensa, uno de los cinco futbolistas ibicencos que han jugado en Primera División, aparece cubriendo a Diego Armando Maradona.

–En cuanto Feliciano debutó con el Cádiz en Liga en el Sánchez Pizjuán se la mandó a mi padre porque, para él, igual que les pasaba a otros muchos, era casi como de la familia. Y la familia, para mi padre, siempre ha sido lo más sagrado.

Alejo tenía el campo de fútbol con los chorros del oro. En la imagen, revisa el estado de la red de una de las porterías.
Alejo tenía el campo de fútbol con los chorros del oro. En la imagen, revisa el estado de la red de una de las porterías.

Que nada le importaba más a Alejo que su sangre se enteró bien Valero, un futbolista que el Ibiza fichó en la década de los setenta y que tenía experiencia en un club grande como el Sevilla. Valero, dice el sexto vástago del jardinero, se cagó un día en sus muertos después de recibir una toalla que no estaba seca del todo. Con la blasfemia desató la caja de Pandora. Al gitano que cortaba el césped de la calle Canarias le podías mentar cualquier cosa menos los ancestros que se habían ido a la tumba. Como pasaría mucho tiempo después en el vestuario del Manchester United, cuando sir Alex Ferguson hizo puntería con la ceja de David Beckham, a Alejo Rodríguez no se le ocurrió otra cosa que lanzarle una bota al futbolista, al que no acertó por poco. A Valero rápidamente le cogieron por banda dos compañeros y le pidieron que se disculpara rápidamente, que a Alejo esas cosas no se le podían decir. No le libraron, en cambio, del sartenazo que le arreó Pepa La Folla, la mujer de Alejo, su reverso, la esposa que le acompañó durante más de sesenta años. Pepa convenció a su marido para que hiciera las paces con Valero y arregló la situación.

“Mi madre lo arreglaba todo. Era el pilar de esta familia. Aunque estuviera siempre en segundo plano, en cierta manera fue una persona muy importante para el Ibiza”, dice Alejo. Su madre era mucho más que la mujer que vendía bolsas de pipas y patatas los días de partido. Todos los mediodías solía trajinar un puchero o una fiambrera de una punta a otra de la ciudad para llevarle el almuerzo a su marido. Más de una vez, los jugadores que llevaban poco tiempo en la isla acababan comiendo también de lo que guisaba Pepa. “Allí comíamos todos, los del Ibiza y los del Hospitalet, porque si algo tenía aquel matrimonio es que sabía sentar en su mesa a ricos y a pobres”, recuerda Labi, añorando los chorizos, las tocinetas y los pucheros que humeaban en el refugio que se habían construido Pepa y Alejo junto al cuartillo del material, “al laíco de las lavadoras”. “Solo así es posible”, sigue Labi, “que a Alejo le quisieran por igual los Matutes, los Verdera, los Miró, las familias de toda la vida que fueron pasando por la directiva del Ibiza, como los peninsulares que acabábamos de llegar a la isla e intentábamos ganarnos la vida. Por encima de todo, fue un trabajador nato. Pocos han hecho tanto y con tan poco ruido por el fútbol de Ibiza como él. La Pepa era su pareja perfecta, la que mandaba realmente en esa casa, que estaba llena de chavales. Además de sus diez hijos, en la puerta de la casa de La Folla siempre había niños correteando o pegándole patadas a un balón. El afecto con los Alejo, como se conoce a la familia en la isla, era fuerte. Labi lo corrobora:

–Yo me considero un hijo más de Alejo y la Pepa. Esa gente te cuidaba, se preocupaba por ti, te ponía un plato de comida en su mesa y, sobre todo, te quería a matar.

A cambio, Alejo aguantaba las bromas de unos chavales que lo adoraban como si fueran sangre de su sangre. Más de una vez, el jardinero se acordó de la madre que trajo al mundo a Labi, Parrita y tres gitanos: los hermanos Moreno, Miguel y Antonio, y otro al que apodaban El Capi y que según explica Labi era una futbolista magnífico. La cuadrilla andaba siempre robándole el paquete de cigarros o escondiéndole la moto al jardinero. Labi dice que esa moto, con la que Alejo se recorrió Ibiza de punta a punta, cargado hasta arriba de cosas, es la prueba de que el patriarca tiene “siete vírgenes gitanas que cuidan por él”. Nunca llevó casco y alguna vez condujo “a oscuras por la noche porque se le había fundido una luz y nunca le pasó nada”.

Alejo fue y es una persona muy querida en el mundillo del fútbol de Ibiza.
Alejo fue y es una persona muy querida en el mundillo del fútbol de Ibiza.

Para casi todo el mundo, Pepa, que como su marido también se apellidaba Rodríguez, era La Folla, apodo recibido de su padre, un gitano de Baza. A su localidad natal se fue Alejo a buscarla, cuando Pepa era apenas una niña. Se casaron, costumbres de la época, cuando ella tenía solamente catorce años y nunca se separaron. Si hacía falta una mano en el tajo, la mujer movilizaba a sus diez críos para que ayudaran. Todos acabaron haciendo de todo para echarle un cable a su padre. Simón, el pequeño de los hermanos, era quien limpiaba las botas de los futbolistas. A Pepillo, un día, se le ocurrió apodarle Peseta, la propina que se le solía dar a los limpiabotas que a mediados de siglo se dejaban ver frecuentemente por las grandes ciudades españolas, y con ese sobrenombre se quedó Simón. Cuando Alejo habla con su hermano David, que se ha unido a la conversación, y aparece el chico de la familia en la charla, se refieren a él por Peseta y no les cuesta demasiado esfuerzo recordarlo dándole patadas a una pelota, de muy niño, en la Plaza Nueva cerca de donde vivían. Alejo dice que fue el único de la familia que pudo dedicarse al fútbol:

–La mayoría de los hermanos hemos sido futboleros y nos ha gustado jugar de vez en cuando, dos fueron árbitros y otros hemos entrenado equipitos de fútbol sala o fútbol siete, pero Simón fue el único que tenía realmente talento. Podría haberse convertido en futbolista. De chaval, salía de la escuela, se jalaba un bocadillo de aceitunas con picante y se ponía a jugar al fútbol. Francis, que es uno de los mejores futbolistas que han salido de la cantera del Portmany, cuando fichó por el Ibiza, le enseñó a manejar las dos piernas. Eso hacía a mi hermano diferente y por eso muchos le consideraban una promesa.

Y así se plantó el Peseta en juveniles, la edad en la que se criba el grano de la paja. Jugando con la camiseta del Ibiza Atlético, un rival le partió la tibia y el peroné. Los médicos le dijeron que, si todo iba bien, podría andar sin dificultades, pero que se olvidara de jugar al fútbol.

El campo de fútbol de la calle Canarias siempre se llenaba de espectadores cuando jugaba la SD Ibiza. En la imagen puede apreciarse el ambientazo que se respiraba alrededor del terreno de juego, de hierba natural.
El campo de fútbol de la calle Canarias siempre se llenaba de espectadores cuando jugaba la SD Ibiza. En la imagen puede apreciarse el ambientazo que se respiraba alrededor del terreno de juego, de hierba natural.

Los Rodríguez han pasado por muchos contratiempos. Alejo explica que su hermana mayor, que como su hermana Antonia también regenta un bar, perdió a un hijo hace unos años y que, para evitar que la herida sangre más de la cuenta, evita las reuniones en Navidad. Sin embargo, Alejo y su hermano David dicen que hacer piña es lo que les ha ayudado a todos los hermanos a ir capeando los temporales que la vida les ha puesto por delante. El último, la falta de la madre, que murió hace tres años. Lo cuentan poco después de que el patriarca se haya levantado de su silla –el sol ya ha caído tras los tejados de Cas Serres y su rostro está iluminado ahora por la luz eléctrica de la cafetería–, se haya despedido muy ceremonialmente de los extraños que hemos estado casi dos horas preguntando a su parentela sobre las idas y venidas de los ochenta y tres años que ha vivido y haya salido del bar a pasos lentos. Vive solo, pero come en casa de una de sus hijas. Los domingos suele tener jaleo. No hay domingo en que los Rodríguez no se junten para comer. Nunca están todos pero siempre son muchos. En fechas señaladas pueden llegar a ser más de treinta. Cuando La Folla ejercía su matriarcado de afectos y mediaciones, pocos en la familia fallaban. Los pucheros o las paellas que preparaba la madre eran inmensos, como cuando alimentó a la plantilla del Ibiza en aquel encierro de 1984, que antecedió al de enero de 1993, ya sin Alejo en el club y con Roberto Puerto en el banquillo. El Ibiza pudo acabar aquella temporada undécimo en el grupo III de Segunda B. El mejor puesto histórico en la categoría de bronce no sirvió de nada porque Sa Deportiva acabó descendiendo y desapareciendo cinco años después, arrastrado por unas deudas que Bragantini nunca fue capaz de cubrir porque fue detenido en París y acusado de fraude fiscal por la Hacienda francesa el mismo año en el que acabaron los días de vino y rosas para el Ibiza. Alejo ya llevaba más de un año retirado. Había empezado a disfrutar de unos nietos que ya habían empezado a nacer porque la mayoría de sus hijos (no Alejo, que se casó con 29 años después de aguantar durante una década la presión extrema de su madre para que encontrara esposa) no esperaron demasiado para convertir en abuelos a sus padres.

“Ahí donde lo ves, mi padre tiene dieciocho nietos y ocho bisnietos ya. Súmaselo a los diez hijos, que seguimos todos aquí, e imagínate cómo puede ser un cumpleaños, un bautizo o una boda en nuestra casa”, dice Alejo. “Además”, añade a continuación, “todos tenemos la suerte de ser familia de mis padres. Mira que ha pasado el tiempo, pero tú sigues diciendo por la isla que eres hijo o nieto de Alejo y te abren muchísimas puertas. Muchísima gente nos sigue parando por la calle para contarnos alguna anécdota que le ocurriera con él. Mi padre tenía tan poca vergüenza que le hablaba por igual al que tenía mucho que al que tenía poco y se ganó la confianza de la gente que tenía dinero e iba pasando por la directiva del Ibiza. Eso nos ha venido muy bien para encontrar trabajo y para salir de algún lío en el que nos metimos los más gamberros cuando éramos jóvenes. Aunque todos hemos intentado respetar la frase preferido del viejo: ‘Si un hombre es un señor, sus hijos tienen que ser también señores’”. Con esa sentencia, Alejo se preocupó de que sus hijos, pese a que presuman de ser muy gitanos, le llevaran la contraria todo lo posible al prejuicio racista que pesa sobre el pueblo del carro y la rueda y que recoge, no sin polémica, la Real Academia de la Lengua Española cuando afirma que la palabra gitano es sinónimo de trapacero, o el “que con astucias, falsedades y mentiras procura engañar a alguien en un asunto”.

Una de las plantillas de la SD Ibiza. Alejo está sentado a la izquierda de la imagen.
Una de las plantillas de la SD Ibiza. Alejo está sentado a la izquierda de la imagen.

Hace años que Alejo Rodríguez no se aclara con el Ibiza. Primero, fue testigo lejano de su primera desaparición. Y de la aparición sucesiva de muchos clubes que reivindican el espíritu de Sa Deportiva. Un día fue muy angustiado a los hijos porque se había enterado de que había cinco equipos que decían ser el Ibiza para el que él trabajó tantos años. ¿Pero cómo es esto posible, si Ibiza solamente hay uno?, se preguntaba. “Mi padre lo tiene claro: para que un club quiera ser el Ibiza tiene que llevar camiseta roja y un castillo en el escudo. Y como él lo piensa mucha gente, lo malo es que son antiguos socios, ya muy mayores, y poco a poco va desapareciendo esa generación”, dice el albacea de su memoria, testigo de un tiempo que ya se fue y al que de alguna forma intentan vincularse todas las escuadras que se han presentado como las herederas del legado de aquel club que rozó el ascenso a Segunda A en 1967 (las crónicas hablan de una eliminatoria perdida por muy poco contra el Club Deportivo Lugo).

El Club Deportivo Ibiza –en los años en los que Pepe Vidal fue presidente, igual que su padre, Cosme, lo fue muchas décadas antes de Sa Deportiva– le homenajeó hace un tiempo, un reconocimiento que aceptó a regañadientes un Alejo Rodríguez que sabe que no volverá a sentarse nunca más en la grada de Can Misses, un campo en el que nunca se sintió cómodo, el signo de que los tiempos que él conoció nunca volverán, un verde artificial al que se le lanza caucho en vez de semillas. Junto a la de Pepa, para Alejo no hay nostalgia más dulce que la del campo de la calle Canarias, el césped del que él una vez fue patriarca.

2 Comentarios

  1. Bonita historia,de lo mejor que he leído de fútbol en ibiza.Que recuerdos de mi época de niño,jugábamos a fútbol en cualquier rincón de la ciudad.eso era fútbol de verdad y no las tonterías de hoy en día.un saludo para esa gran familia buenísimas personas de las que pocas quedan.Que recuerdos de los maravillosos años 90.

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