La noche que Sa Pedrera se hizo eterno, aunque el Class no subiera

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Fue una de esas noches que no se olvidan. No por el resultado, que dolió, sino por todo lo demás. Porque lo que se vivió en Sa Pedrera fue mucho más que un partido de baloncesto. Fue una declaración de amor colectivo, una fiesta popular disfrazada de final, un grito al unísono de todo un pueblo que creyó firmemente que los sueños sí se pueden tocar.

El Class Sant Antoni no ascendió. Se quedó a las puertas. A un par de tiros libres, a una última jugada, a una prórroga amarga. Pero eso ya es la letra pequeña de una historia más grande. Porque lo que importa de verdad es lo que ocurrió antes de que se apagara el último segundo del cronómetro.

Desde mucho antes del salto inicial, el ambiente en Sant Antoni era otro. Las colas rodeando el pabellón, las camisetas negras, las caras pintadas, los ojos brillando como si se jugara una final mundial. Y en el centro de todo, Sa Pedrera: lleno a reventar, rugiendo desde el primer pase, cantando cada canasta como si fuera la del ascenso a Primera FEB.

No era una afición. Era una familia. Padres, madres, niños, abuelos, todos con el pecho hinchado, empujando desde la grada como si con eso pudieran ayudar a cerrar un rebote más, a meter un triple más, a rascar esos segundos que se escapaban entre los dedos.

Y en la pista, el Class respondió. Vaya si respondió. Lo dejó todo. David Barrio y los suyos no reservaron nada. Llegaron a tener el partido ganado. Ventajas claras, sensaciones dominantes, el pabellón convertido en un hervidero de ilusión. Hubo un momento, varios en realidad, en los que parecía imposible que aquello se les escapara.

Pero el baloncesto, con esa crueldad que a veces tiene, decidió otro final. Melilla apretó, forzó la prórroga y en el tiempo extra supo golpear justo donde más dolía. Al Class se le fue entre las manos el ascenso, como se escapa la arena entre los dedos cuando más fuerte la aprietas.

Y sin embargo, nadie se fue con la cabeza baja. Hubo lágrimas, claro. Algunas de rabia, otras de impotencia. Pero también hubo aplausos. Largos. Sinceros. De esos que salen desde el corazón y que no responden a un marcador. La gente de Sant Antoni entendió lo que había pasado. Había visto entrega, había visto juego, había visto orgullo. Y eso también se celebra.

El Class se queda un año más en Segunda FEB. Pero se va con algo que pesa más que una categoría: se va con un respeto ganado a pulso, con una hinchada que lo va a seguir hasta el fin del mundo, con un proyecto que ya no es futuro sino presente.

Porque lo de esta noche no se compra, no se fabrica, no se copia. Lo de esta noche fue real. Fue comunidad, fue pasión, fue identidad. El Class perdió el ascenso, sí, pero ganó algo mucho más difícil de conseguir: una historia que nadie va a olvidar. Y eso, créanme, vale más que cualquier victoria.

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