En la geografía emocional del fútbol, hay clubes que viven en la grandilocuencia y otros que se construyen en el silencio. La SD Formentera pertenece a esa segunda categoría: un club modesto que ha hecho de la sobriedad su virtud, del compromiso su seña de identidad, y de la estabilidad una forma de resistencia en tiempos de volatilidad.
El verano avanza en la isla, con sus días largos y sus noches lentas. Pero en los despachos del municipal de Sant Francesc, las decisiones no se toman a la deriva del calendario. El Formentera se mueve con precisión, casi con pudor, como quien no quiere molestar. No hay titulares ruidosos, pero sí una dirección clara, casi ideológica, en sus movimientos.
Las renovaciones de Joaquín Braga y Mario Pineda, lejos de representar simples trámites administrativos, son gestos que hablan del valor de la pertenencia. En un fútbol cada vez más devorado por la fugacidad, retener a dos hombres que encarnan el oficio, la disciplina táctica y una comprensión íntima del juego es una forma de afirmar el proyecto desde sus cimientos. Braga, bajo palos, representa la serenidad en la última línea. Pineda, por banda, el esfuerzo sin alardes, la utilidad del que entiende que el juego es muchas veces una cuestión de equilibrio.
También seguirá inalterado el cuerpo técnico que acompaña al primer equipo. Javier Orero y José Pose no son nombres de relumbrón, pero en clubes como el Formentera —donde el fútbol se cuece en la cotidianidad y no en la estridencia— su labor adquiere una importancia silenciosa pero decisiva. La continuidad en el método, la mirada compartida entre técnicos y jugadores, la ausencia de rupturas innecesarias: todo ello conforma un ecosistema donde el equipo puede crecer sin perder su sentido.
Y luego está Cristian Abreu, octavo fichaje del verano. Mediocentro de recorrido, formado en el rigor del fútbol modesto, Abreu llega desde Galicia como tantos otros jugadores invisibles que se ganan el pan cada domingo en campos difíciles. En él se intuye una energía diferente, una voluntad de trascender su papel funcional en el campo. No es solo lo que puede ofrecer con el balón, sino lo que representa: juventud madura, ambición sin estridencia, la búsqueda de un sitio propio.
El Formentera no ficha por impulso. Escoge. Y esa elección es también una forma de narrar el club que quiere ser. A medio camino entre la memoria de sus gestas coperas y el presente que reclama consistencia, la entidad sigue tejiendo su historia con una mezcla de prudencia, trabajo callado y una fidelidad a sí misma que ya resulta rara en el fútbol contemporáneo.
El curso 2025-26 está todavía lejos en el calendario, pero cerca en la cabeza de quienes trabajan en la sombra para darle forma. Lo que está en juego no es solo competir: es permanecer fiel a una manera de entender este deporte. En Formentera, esa lealtad tiene un valor incalculable.
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