Hay domingos de sofá y hay sábados como este, en los que el fútbol te recuerda por qué lo amas aunque ya no te abroches las botas como antes. En el campo municipal de Sant Antoni no se jugó una final, ni se televisó en ningún lado, pero se vivió un partidazo de los que dejan marca. Ibiza ganó 5-1 al Vergara, sí, pero lo verdaderamente importante pasó después del pitido… y también antes.
El vestuario local parecía una reunión de antiguos compañeros de guerra. Risas, palmadas, camisetas con historia y alguna rodillera más famosa que los propios jugadores. Al otro lado, el Vergara, equipo de San Sebastián, llegó con la elegancia de quien ya ha jugado de todo y sabe a lo que viene: a disfrutar, a competir lo justo y a brindar después.
El partido fue puro espectáculo, en su versión más humana: jugadas con clase, goles celebrados como si tuvieran veinte años, y alguna entrada que hizo crujir la grada más que al rival. Pero todo desde la nobleza. Porque aquí nadie finge, todos saben de qué va esto.
Y cuando el balón paró, empezó el festival. Paella para todos en el césped, al sol, sin protocolo, con los jugadores aún sudando y sirviendo cucharones como si fueran asistencias. El alcalde Marcos Serra se dejó ver sin postureo, comiendo entre los veteranos, y el concejal Jorge Nacher no paró de saludar a todo el mundo. Estaban en casa, entre su gente.
No hubo trofeo, pero sí abrazos de verdad. No hubo rueda de prensa, pero sí historias contadas a carcajadas, con una cerveza en la mano. Lo que se respiraba era fútbol del bueno, del de antes, del que cura más que duele. Y eso, amigos, no se entrena: se vive.