La tarde en el Palladium Can Misses dejó más preguntas que respuestas. El empate frente al Villarreal B sirvió para abandonar provisionalmente los puestos de descenso, sí, pero el sabor que quedó fue amargo. Muy amargo. En el banquillo celeste, Miguel Álvarez vivió uno de esos partidos que pesan más por las sensaciones que por el marcador.
El técnico jienense no esquivó la realidad. Al contrario. Se mostró directo, incluso duro, consigo mismo y con el rendimiento de su equipo. Especialmente con una primera parte que no estuvo a la altura del escudo ni del momento que atraviesa el club. Desde el área técnica, la imagen fue difícil de digerir: un equipo superado, sin chispa, sin alma. Una de esas mitades que se hacen largas y que dejan huella.
La situación es delicada y el propio entrenador lo sabe. En el fútbol, los resultados mandan y no hay demasiados matices cuando la clasificación aprieta. El futuro inmediato del banquillo celeste está en el aire y Álvarez es consciente de ello. No dramatiza, pero tampoco se esconde. Entiende cómo funciona este deporte y asume que todo puede cambiar de una semana a otra.
Aun así, el técnico pone en valor el trabajo realizado desde su llegada. Semanas intensas, de mucho esfuerzo diario, de reconstrucción emocional y futbolística. Un proceso que no siempre se refleja en el marcador, pero que, según su visión, existe. También hay un componente personal que pesa. El reencuentro con el Villarreal B, club al que estuvo ligado durante más de ocho años, no fue sencillo. Salir de una casa conocida para aterrizar en un proyecto nuevo nunca es fácil, aunque destaca el recibimiento cálido y la implicación de la gente que rodea al club.
Más allá del resultado puntual, la preocupación va más lejos. El Ibiza es un proyecto ambicioso, con una afición exigente y un entorno que espera mucho más. Encontrar la fórmula es ahora mismo la gran obsesión del cuerpo técnico. Porque una cosa es entrenar bien y otra muy distinta competir de verdad cuando llega el domingo. Ese es el gran misterio que rodea al equipo: sesiones sólidas durante la semana que no terminan de traducirse en partidos completos.
El empate permite respirar, salir momentáneamente del descenso, pero no calma el malestar. La grada lo expresó al final, con pitos y gestos de desaprobación. Una reacción comprensible en un escenario donde la paciencia empieza a agotarse. Eso sí, durante el partido hubo conexión. Bastó una ocasión clara, un balón al palo, para que la afición se levantara y empujara. El problema es que el equipo no supo devolver ese apoyo con hechos.
Can Misses volvió a ser testigo de una tarde espesa, de esas que obligan a mirarse al espejo. El Ibiza sigue vivo, sigue fuera del descenso, pero camina sobre una cuerda floja.






















































































